Las últimas gotas de la alcachofa de la ducha eran los únicos sonidos perceptibles en la casa hasta que oí el estruendo. Sonó demasiado cerca para ser en casa del vecino de arriba. Pensé que una ráfaga de viento había movido el estor de la ventana abierta, que a su vez habría tirado la lámpara de sobremesa o cualquier otro cachivache de la mesa del despacho. Recién secado, en calzoncillos, salí al pasillo. A menos de un metro de mi encontré el origen del ruido. Eran las 21,15h del pasado Jueves Santo.
Un hombre de complexión mediana, con pelo corto, moreno de pelo y piel, barba de varios días, ojos negros y las manos enguantadas estaba frente a mi.
Los primeros segundos fueron de reconocimiento mutuo y análisis de la situación y tuvieron como objetivo prever la reacción del otro.
Por muchas veces que había intentado visualizar una escena semejante con la intención de programar la reacción más eficaz, nunca imaginé el efecto que la situación real produce. En mi caso a la estupefacción más absoluta – ésto no puede estar pasando- se sumó el miedo y me quedé temporalmente paralizado. Dos fibras del gemelo rotas, que me hacían cojear ostensiblemente desde algunos días atrás, tampoco contribuyeron a darme ninguna seguridad en mi mismo.
Habiendo percibido, supongo, que no tenía enfrente un enemigo serio dispuesto a todo, el sujeto se dirigió a mi extendiendo el brazo y poniendo su mano sobre mi cabeza. El gesto se parecía más a una bendición que a una amenaza.
– Tírate al suelo.-
Pensé que si le obedecía quedaría completamente a su merced y sólo me marqué un objetivo: cruzar el pasillo como fuera, llegar a la puerta principal y salir de la casa para huir mientras intentaba pedir auxilio.
– Que te tires al suelo, cabrón!-
– ¿Qué quieres?- sólo tratando de ganar tiempo-
En ese momento apareció otro individuo, moreno también, pero de complexión mucho más fuerte.
– Túmbate de una vez hijoeputa y dinos dónde está la pasta.
Sin demostrar el más mínimo intento de agresión, le aparté la mano de mi cabeza, avancé en su dirección e inicié un forcejeo. Me agarraron de un brazo, de las manos, de las piernas, del pelo y de donde podían, pero me fui zafando de sus presas mientras avanzaba lenta pero inexorablemente hacia la salida.
En ocasiones les arrastraba a los dos, a pesar de que me pegaban algún puñetazo en la cara y en las costillas. Cuando vieron que no podían controlarme con facilidad, uno de ellos, el más fuerte, sacó un cuchillo pequeño, se agachó y me lo clavó en mitad de la parte anterior del muslo con una precisión casi quirúrgica. La herida empezó a sangrar profusamente y eso unido al dolor de los gemelos lesionados me hizo perder apoyo instantáneamente. Finalmente hinqué la rodilla en el suelo y quedé totalmente a su merced.
Acto seguido me arrastraron hacia mi dormitorio y me sentaron en la cama.
– ¿Dónde está la pasta? La pasta y las joyas de tu mujer-
– Escuchad, tengo una cartera en la entrada con dinero. Debe haber unos 400 euros. Es todo lo que tengo, de verdad.
– A mi no me engañas cabrón. Danos todo el dinero y las joyas cabrón. ¿Dónde están las joyas de tu mujer?-
– Pero ¿qué mujer?. No tengo mujer, estoy divorciado y vivo solo. No hay joyas y el dinero está en la entrada, en la cartera. Vamos a por la billetera.
La herida del muslo sangraba cada vez más y mientras uno me mantenía controlado en la cama, el otro registraba el dormitorio rápidamente. Este último encontró el machete que guardo al lado de la cama y en la mesilla de noche encontró un cuchillo de remate de Armería Española, un regalo de boda – que cosas -cuya sola visión corta el aliento. Mis armas se iban a volver pronto en mi contra.
– Mira que guapo tío- dijo al encontrar el cuchillo de caza.
El se quedó con el machete y le dio el cuchillo de remate al otro. Me tumbaron en la cama y me pusieron las armas en la cara, en el cuello, en la garganta, mientras no dejaban de pedirme el dinero y las joyas insistentemente.
– Por favor, me estoy desangrando. Dejad que me haga un torniquete o me voy a morir, por favor, por favor…-
– Que nos des el dinero cabrón que si no te matamos ahora mismo, ¡danos el dinero!-
Yo repetía mi respuesta como una letanía:
– Dejad que me haga un torniquete, por favor, ¿no veis que me estoy desangrando?-
En un momento dado el pequeño me dio una bofetada, pero el otro me incorporó y me dejó coger la chaqueta del pijama con la que empecé a atarme la pierna. El grande se levantó y volvió enseguida con un cinturón que ató sobre el torniquete que yo había improvisado.
El que registraba se levantó, abrió los armarios del dormitorio y dijo:
– Aquí hay una caja fuerte-
Me levantaron y me llevaron a la caja. El menos fuerte, muy alterado, la agarró con las dos manos para intentar arrancarla del fondo del armario.
– Espera, espera, que te de la clave. Dale la clave, ¡venga!
– Vale, vale, ya la abro.
Encendieron la luz, abrí la caja, sacaron un sobre con dinero, una colección de relojes, una cartera con moneda extranjera y unos gemelos de mi padre. Aunque el descubrimiento actuó como un bálsamo para su ansiedad, después de contar el dinero me increparon:
– ¿Donde hay más dinero?-
– Ya os he dicho que hay dinero en una billetera en la mesa de la entrada. Cogedlo y marcharos, por favor.
– Llévanos. ¿Qué más tienes?
Yo ya estaba agotado y no sabía que decir. No tenía más dinero ni nada de valor que les pudiera dejar satisfechos.
– No hay nada que no esté a la vista. Coged lo que queráis y marcharos. Por favor.
Me llevaron entre los dos hacia la entrada y cogieron una billetera con unos 400 euros y otras carteras con tarjetas de crédito. Me empujaron al salón y me tiraron al suelo. El más fuerte siempre me tenía agarrado y siempre apoyaba el cuchillo de remate en alguna parte mi cuerpo mientras el otro se movía como un loco cogiendo todo lo que le parecía interesante: un ipod, mi ordenador portátil, una radio…
De repente, el fuerte empezó a decir:
– ¡Dale rápido, vámonos ya, apúrate, vámonos!
Ese momento, junto con los segundos del primer encuentro, fue en el que experimenté mayor pánico.
Tenían la cara descubierta, me había resistido al principio, les había intentado engañar diciéndoles que no tenía dinero, les había hecho perder tiempo haciendo más arriesgada su acción y tenían un cuchillo y un machete que entraría como en mantequilla en cualquier parte de mi cuerpo. Y aunque la lógica y las probabilidades estaban a mi favor, sinceramente, no sabía que qué iba a ser de mí en los segundos siguientes.
Nunca he tenido tanto miedo.
Cuando oí por fin que el del machete le dijo al que me sujetaba “átale”, me convencí de que todavía tenía posibilidades de salir con bien de la historia. Pero necesitaba asistencia médica.
Cogieron unas zapatillas de deporte del armario de la entrada y me ataron las muñecas por delante con los cordones, bien fuerte, pero con tanta prisa que dejaron una de las zapatillas colgando de mi mano derecha.
– No te muevas cabrón-
No me costó nada obedecerles. Maniatado, tumbado en el suelo, esperé a dejar de oír ruidos y cuando me cercioré de que se habían ido me arrastré hasta la cocina, cogí un cuchillo y me corté las ligaduras. Cojeando, sangrando abundantemente por la herida, magullado y realmente exhausto, me incorporé como pude, salí al rellano de la escalera, llamé a tres puertas y me abrieron en la última.
Ladró un perro, salió una señora.
– Pero hijo, ¿qué te ha pasado, por Dios?
– Por favor, llamen al 112.