Al menos para las mujeres tiene mejor gusto y no sólo para las compañeras que han pasado por su vida. Clara es una buena prueba. Cuando está algo más consciente me confiesa que su obsesión por la belleza femenina le ha dejado demasiadas veces, junto con el deseo satisfecho, el desencanto y el vacío.
Hoy, tumbado en su cama, con una sonda para alimentarse y una medicación que le mantiene casi siempre somnoliento, sólo le quedan dos placeres: la vista que el amplio ventanal le ofrece sobre el Cantábrico y las tres veces al día que le toma la temperatura su atenta enfermera, Clara.